Módena

Luis: «No sé por qué lo hice, pero lo hice. Cuando me encontré con mi ex mujer en la calle, lo primero que pensé fue: aún puedo recuperarla. Diez meses no son nada comparados con diez años. Y la invité a casa, por los viejos tiempos. Pensé que no aceptaría, pero dijo que sí. Tal vez para confirmar que su huida me había devastado. Cuando llegó al que fuera nuestro hogar me dio un vuelco el corazón. Sólo una mujer enamorada puede estar tan guapa. Y, desde luego, si estaba enamorada, no era de mí, pobre guiñapo condenado a trabajos miserables, sin sueños ni ambiciones. Te preparo algo de cenar, dije para intentar recuperar parte de la intimidad que habíamos compartido durante diez años de matrimonio. No se opuso, y eso me desconcertó un poco. Pelo patatas y tú haz una ensalada, ya sabes dónde están las cosas. Nos metimos en la cocina y por unos instantes fuimos la pareja que un día no tan lejano fue feliz con su pequeña intimidad sin contaminar. Sin necesidad de hablar, como si el silencio sirviera para un diálogo de confidencias y sensaciones comunes.

Cuando sacó el vinagre de Módena para la ensalada, miró la botella con una sonrisa extraña. El verdadero vinagre de Módena no se parece en nada, dijo. Lo entendí todo. ¿Estuviste en Italia?, pregunté. Asintió. Y entonces dejé de pelar la patata con forma de corazón que tenía en una mano y la miré a los ojos. ¿Cómo se llamaba él?, pregunté, ¿Marcello?, ¿Enrico?, ¿Paolo?

Yoli sonrió. Era una sonrisa desafiante, triunfal, llena de belleza destructiva. Carlo, dijo, se llamaba Carlo. Cerré los ojos y un vendaval de imágenes pasó por mi cerebro sin dejar nada intacto en él. Yoli besándome, Yoli diciéndome que se iba, Yoli con las maletas en la puerta, Yoli desnuda y desafiante bajo el cuerpo de un italiano joven y cálido y triunfador, Yoli echando vinagre a mis heridas, Yoli más bella que nunca. Por favor, vete, dije, y cuando lo hizo me eché a llorar sobre el fregadero».